lunes, 22 de octubre de 2012

A ALFONSINA STORNI

por CLAUDIO MADAIRES
claudio.madaires@gmail.com


A Alfonsina Storni (1892-1938), Mar del Plata, playa "Alfonsina"


Clásico monumento para aquella Alfonsina,
quien, dejando la arena, se dio a la inmensa mar;
para Alfonsina aquella, a quien fue a arrebatar
enfermedad doliente que hacia la muerte inclina...

Andando por la playa, mientras siento el broncear
del gran astro de fuego que la costa domina,
contemplo tu escultura, que hacia el alba camina,
hacia postrer aurora del círculo solar.

Por mujer, añoraste ser bella cual las griegas;
admirado tu cuerpo, perfecto si desnudo,
virgen o blanca hetaira de oceánico perfume.

En tus versos y muerte jamás lo heleno niegas.
Por ello escribo así, tras lo que el cincel pudo,
este día divino que lo griego resume.


© CAGB "Claudio Madaires"

lunes, 27 de agosto de 2012

TU VERDADERO AMOR (A Alfonsina Storni)


por CLAUDIO MADAIRES
claudio.madaires@gmail.com


A Alfonsina Storni (1892-1938)

Subterránea mujer, la que ocultaste
tu verdadero amor a quien amabas:
por fin he descubierto en quién soñabas;
pues he saqueado el «Diario» que olvidaste.

O quizás no fue olvido, y meditabas
que el futuro supiera, y confesaste,
cuando joven por siempre, cuánto amaste,
cuán nocturna a un fantasma te entregabas...

Tras tu moralidad de noble cáscara,
ansiabas un amante mercenario
que raptara tu boca con un beso...

Deseabas la pasión hasta el exceso
de quien fuera tu hombre extraordinario,
ante el cual sonrieras sin la máscara.



NOTA: Varias palabras, eco del Diario de Alfonsina.


© Claudio Madaires (CAGB), De su libro Índice de amores prohibidos


martes, 31 de julio de 2012

EL CABUCHÓN (HOMENAJE A CELEDONIO FERNÁNDEZ)


por CLAUDIO MADAIRES
claudio.madaires@gmail.com


A Celedonio Fernández

Porque la quise sin grupo, porque la quise a lo otario,
estoy manyando amargura; y ella, se ve que muy bien.
Aunque me di todo entero, sufro paciente el calvario
de irme a Palermo mancado, volcando el codo recién.

Y si pretendo encararla, sin mucho para decirle,
es porque tengo la nana de plantarme pa escuchar.
Quiero que explique sin vueltas, sin chamuyo medio chirle,
de qué está hecha esta mina que goza con fallutear.

Actuaste bien, zaguanera,
mientras planeabas tu ascenso.
Y yo, el opa, el gran mamerto,
te creía un gran fetén.

Berretín a precio de oro
Me costaste, ¡gran fayuta!
Y hasta un barbijo en el zurdo
le encajaste a mi beguén.

Con su pinta, gran señora, ahora gana lo suyo.
Si mistonga de pañales, a un bacán lo va a heredar.
Se acabó, pa usté, el pueblito, el metejón donde el yuyo:
entre sábanas de seda, ahora puede estafar.

Y sin más yo le comento, que aunque me cabe el vengarme,
el facón no está de moda, y tampoco un gran chichón.
No soy bueno pa'l comercio, y ansí pudo usté estafarme:
la creía una joyita; y era rubio cabuchón.

© Claudio Madaires (CAGB), De su libro Rante y versante


miércoles, 27 de junio de 2012

CREPÚSCULO PAMPA (HOMENAJE A RICARDO GÜIRALDES)

por CLAUDIO MADAIRES
claudio.madaires@gmail.com

A Ricardo Güiraldes

Anciano todavía no me siento;
pero leo en los rostros de los otros
el futuro común: el de nosotros,
los hombres que maduran sin contento.

Cabalgo sin destino, enfrento al viento,
al crepúsculo pampa... ¿Sois vosotros
de muy otra progenie?... ¿No cual potros,
cual árboles, cual nubes de un momento?...

Es la noche cercana. La amargura
del olvido en la Nada, alguna vez,
me deprime y me obliga a desmontar.

Esta pampa es tan noble sepultura
que imagino una muerte sin vejez...
Sin embargo, me obligo a cabalgar.

© Claudio Madaires. De su libro Los clásicos argentinos

viernes, 11 de mayo de 2012

TRANSFIGURACIÓN EN GAUCHO (HOMENAJE A JOSÉ HERNÁNDEZ)

por CLAUDIO MADAIRES
claudio.madaires@gmail.com


A José Hernández

Soñé que fui un jinete sin montura,
cabalgando desnudo una tormenta.
Yo sentí que era un indio, criatura
de La Pampa en canícula sedienta.

Tras ser indio jinete, transfigura
otra onírica alquimia en la violenta
de ser sangre en fogón, en una dura,
insufrible sin poncho noche lenta.

Y fui entonces un gaucho de vigüela,
de facón y octosílabo rimado.
Y canté como un ave solitaria,

que llorando al poniente se consuela,
porque al fin de su día resignado
brota en canto su pena estrordinaria.



© Claudio Madaires (CAGB). De su libro Los clásicos argentinos

viernes, 20 de abril de 2012

RICARDO GÜIRALDES, SEGUNDO RAMÍREZ Y «DON SEGUNDO SOMBRA»

por CLAUDIO MADAIRES
claudio.madaires@gmail.com



Noviembre, 1927. En el andén de una estación de trenes provinciana, sombrero en mano, un gaucho llamado Segundo Ramírez encabeza una comitiva de otros gauchos como él, los cuales suman más de doscientos. Aguardan un convoy proveniente de la capital, erigida a cien kilómetros de ahí, el cual trae el cadáver de un hombre que ha decidido ser enterrado no en Buenos Aires, no en París, no en Constantinopla, no en alguna otra gran ciudad de las tantas que ha conocido en su viajes por Europa, Rusia, Japón, Egipto, China, la India..., sino en la misma pequeña y campesina que lo ha visto nacer: San Antonio de Areco. Es el cadáver de un hombre joven, de apenas cuarenta años, el cual falleció de un cáncer de garganta acaso originado por su empedernido vicio de fumar; es el cadáver de uno de los fundamentales escritores argentinos: Ricardo Güiraldes.

Arriba el convoy. El gauchesco cortejo fúnebre acompaña hasta el cementerio del lugar los restos del autor de Don Segundo Sombra, libro que todo aquel que se diga argentino y que sepa el alfabeto ha leído al menos media docena de veces, libro que es estampa lírica de la nobleza gaucha, libro que dignifica al hombre trabajador como pocos lo han hecho. Ramírez, anciano de setenta y pico largos años de dura existencia campera, sabe que es él la principal cabeza viva del cortejo, porque es él el protagonista principal de Don Segundo Sombra. Y mientras marcha hacia el cementerio, meditando en la levedad de la vida, ha dejado de lado toda esa soberbia de la cual lo acusan sus paisanos y que él no desmiente desde que se ha convertido en leyenda viva, histórica y literaria: Don Segundo Ramírez, desde la aparición de Don Segundo Sombra, ha dejado de ser un gaucho común de las pampas argentinas, de aquellos gauchos que se van de la vida tal como han venido, tal como van y vienen las heracliteanas aguas de los ríos, los heracliteanos vientos bravos del suroeste, las heracliteanas nubes de los crepúsculos pamperos, las heracliteanas hojas de los árboles cuando el otoño.

«Como la generación de las hojas, tal la de los hombres», escribió en versos antiquísimos un poeta griego apodado «Homero», autor bien conocido por el culto Güiraldes y absolutamente desconocido por el inculto Ramírez. Las hojas secas caen sobre el cementerio de San Antonio de Areco entre fines de marzo y comienzos de abril. En él hay dos lápidas curiosas. Una dice «Ricardo Güiraldes (1886-1927)»; otra, a apenas diez pasos de distancia, dice «Segundo Ramírez (1852-1936)». El gran escritor y el personaje del gran libro de ese escritor, en el mismo cementerio y en la misma sombra de un mismo soñar infinito, conversan sobre caballos, sobre guitarras, sobre noches consteladas compartidas allá arriba, a pocos centímetros de la efímera superficie terrenal. También los imagino a los dos, entre mate y mate, comentando las anfibológicas insensateces del Universo, el cual, con su siempre doble sentido del humor, privilegia con el doble de vida carnal al personaje de un libro, en vez de a su autor.


NOTA: Para la escritura de este artículo ha sido esencial la detallista colaboración de la directora del «Museo Ricardo Güiraldes» de San Antonio de Areco, señorita Cecilia Smyth (museoguiraldes@areconet.com.ar). Quienes deseen saber más sobre San Antonio de Areco y sus personajes, visiten www.sanantoniodeareco.com.


© Claudio Madaires (CAGB). De su libro Los clásicos argentinos

Artículo aparecido en el prestigioso periódico ecuatoriano LA HORA con la firma Claudio Gilardoni.

lunes, 12 de marzo de 2012

LOS CLÁSICOS ARGENTINOS: JOSÉ HERNÁNDEZ Y EL «MARTÍN FIERRO»

por CLAUDIO MADAIRES
claudio.madaires@gmail.com


«Tener un hijo, plantar un árbol, escribir un libro.»

José Hernández (1834-1886), en menos de medio siglo de vida, hizo las tres cosas. Lo recordamos muy especialmente por haber escrito un libro, siendo el suyo un caso memorable: hizo un libro que debía ser escrito.

Existió un tal Macedonio Fernández (1874-1952), autor necesario de Museo de la novela de la Eterna; existió un José Hernández, autor necesario del Martín Fierro. El resto —casi todos los artesanos de la palabra—, confeccionamos páginas prescindibles; haríamos mejor agachando el lomo en una nueva plantación de árboles sembrados por nosotros mismos antes que laborar a punta de pluma con el indirecto fin de convertir madera de otros en pulpa editorial. (Plantar árboles, en la actualidad, es hasta mejor cosa que engendrar hijos. Una mañana de estas despertaremos en un páramo definitivamente desarbolado, diez, veinte mil millones o innumerables seres humanos hambrientos, en un mundo que ya no nos soporta ni cuantitativa ni cualitativamente.)

El Martín Fierro, uno de los poemas denunciatorios más crudos de toda la historia de la literatura universal, es el gran libro de los argentinos; es nuestro Quijote, es nuestra Odisea. Su edición amerita la muerte y transfiguración en papel de algunos nobles árboles de la pampa.

Al contrario de la mayoría de los textos literarios de su época, es libro de izquierda.

Sus versos no idealizan ni al hombre ni al Estado corrupto: pintan la situación con colores realistas, sin esfumados davincianos; se asemejan mejor a las robustas pinturas gauchescas de Ángel Della Valle (1852-1903) que a las exquisitas del uruguayo Pedro Figari (1861-1938); son siete mil versos que resumen, en lenguaje gauchesco, una legítima lucha contra la crueldad del Poder.

Desde su primera edición (1872), el Martín Fierro es parte esencial de la pampa; intrínseca a ella como sus gauchos, sus caballos, sus ombúes, sus pulperías y sus guitarras. No abuso de la hipérbole. El Quijote es La Mancha; el Martín Fierro, la Pampa. Tarde o temprano, debía nacer en el país alguien con el talento, y, sobre todo, el coraje para relatar la dramática épica de los trabajadores rurales despojados.

Mi abuelo materno, José, emigrado español que vivió en carne propia los abusos del Poder en los campos argentinos, quien, de joven, fue condenado a morir en un zanjón tras haberse herido con el filo de una pala —sobreviviendo porque una mujer así lo quiso—, era hombre de un sólo libro, el cual sabía de memoria. A los ochenta y pico, siendo yo adolescente, me recitaba extensos pasajes del Martín Fierro.

Santiago Dabove (1889-1951), autor de La muerte y su traje, advirtió que el peor crimen que un hombre puede cometer es el de engendrar un hijo, porque condena a otro ser humano a las atrocidades de la existencia. Engendrar es el primero de los dos peores crímenes que un hombre suele cometer, siendo el segundo el de escribir un libro innecesario. José Hernández no fue criminal por partida doble.


© Claudio Madaires (CAGB). De su libro Los clásicos argentinos
Artículo aparecido en el prestigioso periódico ecuatoriano LA HORA con la firma Claudio Gilardoni.

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