viernes, 20 de abril de 2012

RICARDO GÜIRALDES, SEGUNDO RAMÍREZ Y «DON SEGUNDO SOMBRA»

por CLAUDIO MADAIRES
claudio.madaires@gmail.com



Noviembre, 1927. En el andén de una estación de trenes provinciana, sombrero en mano, un gaucho llamado Segundo Ramírez encabeza una comitiva de otros gauchos como él, los cuales suman más de doscientos. Aguardan un convoy proveniente de la capital, erigida a cien kilómetros de ahí, el cual trae el cadáver de un hombre que ha decidido ser enterrado no en Buenos Aires, no en París, no en Constantinopla, no en alguna otra gran ciudad de las tantas que ha conocido en su viajes por Europa, Rusia, Japón, Egipto, China, la India..., sino en la misma pequeña y campesina que lo ha visto nacer: San Antonio de Areco. Es el cadáver de un hombre joven, de apenas cuarenta años, el cual falleció de un cáncer de garganta acaso originado por su empedernido vicio de fumar; es el cadáver de uno de los fundamentales escritores argentinos: Ricardo Güiraldes.

Arriba el convoy. El gauchesco cortejo fúnebre acompaña hasta el cementerio del lugar los restos del autor de Don Segundo Sombra, libro que todo aquel que se diga argentino y que sepa el alfabeto ha leído al menos media docena de veces, libro que es estampa lírica de la nobleza gaucha, libro que dignifica al hombre trabajador como pocos lo han hecho. Ramírez, anciano de setenta y pico largos años de dura existencia campera, sabe que es él la principal cabeza viva del cortejo, porque es él el protagonista principal de Don Segundo Sombra. Y mientras marcha hacia el cementerio, meditando en la levedad de la vida, ha dejado de lado toda esa soberbia de la cual lo acusan sus paisanos y que él no desmiente desde que se ha convertido en leyenda viva, histórica y literaria: Don Segundo Ramírez, desde la aparición de Don Segundo Sombra, ha dejado de ser un gaucho común de las pampas argentinas, de aquellos gauchos que se van de la vida tal como han venido, tal como van y vienen las heracliteanas aguas de los ríos, los heracliteanos vientos bravos del suroeste, las heracliteanas nubes de los crepúsculos pamperos, las heracliteanas hojas de los árboles cuando el otoño.

«Como la generación de las hojas, tal la de los hombres», escribió en versos antiquísimos un poeta griego apodado «Homero», autor bien conocido por el culto Güiraldes y absolutamente desconocido por el inculto Ramírez. Las hojas secas caen sobre el cementerio de San Antonio de Areco entre fines de marzo y comienzos de abril. En él hay dos lápidas curiosas. Una dice «Ricardo Güiraldes (1886-1927)»; otra, a apenas diez pasos de distancia, dice «Segundo Ramírez (1852-1936)». El gran escritor y el personaje del gran libro de ese escritor, en el mismo cementerio y en la misma sombra de un mismo soñar infinito, conversan sobre caballos, sobre guitarras, sobre noches consteladas compartidas allá arriba, a pocos centímetros de la efímera superficie terrenal. También los imagino a los dos, entre mate y mate, comentando las anfibológicas insensateces del Universo, el cual, con su siempre doble sentido del humor, privilegia con el doble de vida carnal al personaje de un libro, en vez de a su autor.


NOTA: Para la escritura de este artículo ha sido esencial la detallista colaboración de la directora del «Museo Ricardo Güiraldes» de San Antonio de Areco, señorita Cecilia Smyth (museoguiraldes@areconet.com.ar). Quienes deseen saber más sobre San Antonio de Areco y sus personajes, visiten www.sanantoniodeareco.com.


© Claudio Madaires (CAGB). De su libro Los clásicos argentinos

Artículo aparecido en el prestigioso periódico ecuatoriano LA HORA con la firma Claudio Gilardoni.

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