lunes, 12 de marzo de 2012

LOS CLÁSICOS ARGENTINOS: JOSÉ HERNÁNDEZ Y EL «MARTÍN FIERRO»

por CLAUDIO MADAIRES
claudio.madaires@gmail.com


«Tener un hijo, plantar un árbol, escribir un libro.»

José Hernández (1834-1886), en menos de medio siglo de vida, hizo las tres cosas. Lo recordamos muy especialmente por haber escrito un libro, siendo el suyo un caso memorable: hizo un libro que debía ser escrito.

Existió un tal Macedonio Fernández (1874-1952), autor necesario de Museo de la novela de la Eterna; existió un José Hernández, autor necesario del Martín Fierro. El resto —casi todos los artesanos de la palabra—, confeccionamos páginas prescindibles; haríamos mejor agachando el lomo en una nueva plantación de árboles sembrados por nosotros mismos antes que laborar a punta de pluma con el indirecto fin de convertir madera de otros en pulpa editorial. (Plantar árboles, en la actualidad, es hasta mejor cosa que engendrar hijos. Una mañana de estas despertaremos en un páramo definitivamente desarbolado, diez, veinte mil millones o innumerables seres humanos hambrientos, en un mundo que ya no nos soporta ni cuantitativa ni cualitativamente.)

El Martín Fierro, uno de los poemas denunciatorios más crudos de toda la historia de la literatura universal, es el gran libro de los argentinos; es nuestro Quijote, es nuestra Odisea. Su edición amerita la muerte y transfiguración en papel de algunos nobles árboles de la pampa.

Al contrario de la mayoría de los textos literarios de su época, es libro de izquierda.

Sus versos no idealizan ni al hombre ni al Estado corrupto: pintan la situación con colores realistas, sin esfumados davincianos; se asemejan mejor a las robustas pinturas gauchescas de Ángel Della Valle (1852-1903) que a las exquisitas del uruguayo Pedro Figari (1861-1938); son siete mil versos que resumen, en lenguaje gauchesco, una legítima lucha contra la crueldad del Poder.

Desde su primera edición (1872), el Martín Fierro es parte esencial de la pampa; intrínseca a ella como sus gauchos, sus caballos, sus ombúes, sus pulperías y sus guitarras. No abuso de la hipérbole. El Quijote es La Mancha; el Martín Fierro, la Pampa. Tarde o temprano, debía nacer en el país alguien con el talento, y, sobre todo, el coraje para relatar la dramática épica de los trabajadores rurales despojados.

Mi abuelo materno, José, emigrado español que vivió en carne propia los abusos del Poder en los campos argentinos, quien, de joven, fue condenado a morir en un zanjón tras haberse herido con el filo de una pala —sobreviviendo porque una mujer así lo quiso—, era hombre de un sólo libro, el cual sabía de memoria. A los ochenta y pico, siendo yo adolescente, me recitaba extensos pasajes del Martín Fierro.

Santiago Dabove (1889-1951), autor de La muerte y su traje, advirtió que el peor crimen que un hombre puede cometer es el de engendrar un hijo, porque condena a otro ser humano a las atrocidades de la existencia. Engendrar es el primero de los dos peores crímenes que un hombre suele cometer, siendo el segundo el de escribir un libro innecesario. José Hernández no fue criminal por partida doble.


© Claudio Madaires (CAGB). De su libro Los clásicos argentinos
Artículo aparecido en el prestigioso periódico ecuatoriano LA HORA con la firma Claudio Gilardoni.

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